Una noche de invierno, él estaba sentado en el banco de aquel parque de la avenida Röquemberg, justo debajo de donde vivía la señora Stuard.
Yo pasé por detrás suyo, sigilosamente para que no se diera cuenta. Pero él me conocía demasiado. –¿Cómo me has encontrado?- dijo él sin sorprender-se demasiado. -Sabía que te encontraría aquí- dije yo. Siempre que tenía algún problema o se peleaba con alguien venia al parque, se sentaba en el mismo banco y se ponía a pensar.
Edward era alto, con el pelo rizado y rubio. Tenía los ojos grandes y de color azul cielo. Era una persona amable, un chico en el que se podía confiar y muy honrado.
Por desgracia nos conocimos en el entierro de mi tía Katherine. Edward era amigo de mi tía, cuando era más pequeño la tía Katherine le cuidaba cada tarde.
Yo estaba triste por el fallecimiento de mi tía.
Cuando me quedé sola en el cementerio, Edward (me) puso la mano encima de mi hombro y me prometió que él cuidaría de mí, ya que soy huérfana de madre y de padre. Desde ese dieciséis de Octubre de mil ochocientos sesenta y cuatro no he dejado que nada ni nadie me hunda.
Él no tuvo una vida fácil, ni tampoco yo. Supongo que eso es lo que hace que tengamos esta amistad.
Edward me confesó que estaba enamorado de una chica de Nueva York. Yo me quedé sin palabras, llevaba media vida enamorada de él. Los dos, sin querer, nos quedamos mudos, como unos dos minutos sin dirigirnos la palabra mutuamente.
El silencio de la noche se rompió por un triste suspiro de desamor. Sin querer dejé caer una lágrima por mis mejillas enrojecidas por el frio viento que corría por el viejo parque de la avenida Röquemberg.
Edward me explicó que la conoció en la universidad de Oxford, cuando estudiaba derecho. Por suerte o por desgracia iban en la misma clase, y en las mismas asignaturas.
Edward se lo confesó. Su amor parecía que le era correspondido. Pero la distancia era su mayor temor.
Noemí Pérez
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