martes, 18 de noviembre de 2008

sonaron todas las alarmas de la ciudad

Ángela no tenía más sueño. La pasada noche había sido una noche joven y larga, pero como todas las noches llega un punto en que mueren, y fue en ese punto en el que Ángela regresó a casa, se quitó el maquillaje que llevaba encima de la cara y del pecho con una toallita mojada, se quitó toda esa ropa incómoda con olor a tabaco y con la música aún retumbando dentro de su cabeza se metió dentro de la cama.
Ahora le dolía la cabeza. Ángela sabía muy bien que hacer en esos casos. Se llenó un vaso con agua y se tomó una de esas pastillas rosas que usaba cuando le venía la regla.
Ahora el reloj marcaba las 2. -¡Qué rápido pasa el tiempo durmiendo!- se lamentó. El hambre no le llamaba aún, así que abrió el ordenador y se conectó a Internet, gesto muy habitual en ella. Desde que su madre había muerto en ese accidente y ella se había ido a vivir en un piso lejos de su ciudad y de sus amigos, Internet se había convertido en algo indispensable para ella, la única manera de poder hablar con los suyos, el móvil era demasiado caro, suficiente con el alquiler. A su padre nunca le hizo gracia la idea de que su hija quisiera dejar los estudios, siempre había fanfarroneado de la capacidad de su hija delante de todo el mundo, y ahora que no había sido capaz de pasar el primer curso de arquitectura en la universidad y después de esa noche en que su hija le dijo que quería ir a vivir sola, su padre se había vuelto un ser vergonzoso e insociable y ya no era el chulo del que todos tenían celos.
Ese día no se presentaba muy bien. Después de una noche de fiesta como la pasada Ángela no estaba en plena forma, se le notaba en los ojos, en las ojeras, en la voz. Pero ir al bar era su obligación. Como cada domingo a las 4, Ángela iba a trabajar para poder pagarse el alquiler. Recogía las mesas y limpiaba los suelos y el lavabo. Servía copas y preparaba cafés. Esa faena le gustaba. Desde pequeña que siempre le había gustado jugar a los restaurantes con sus padres, ayudar en la cocina o lavar los platos junto a su madre.
El turno, eso sí, era agotador. No había ni un momento en el que no hubiera nadie a quien servir. Continuamente estaban entrando y saliendo gente del “Rock Café”, y a veces no eran muy simpáticos que digamos. La máquina de los cafés ardía, la gente hablaba casi chillando, el típico fumador tragaba cigarro detrás otro y los viciados se dejaban el dinero en esa máquina que nunca devolvía un mísero euro. Los camareros corrían de una mesa a otra, y los de la barra no paraban de mover los brazos advirtiendo a la gente que se calmara. Sin saber porqué, ése día estábamos todos muy nerviosos.
Entonces Ángela recordó esa frase que siempre le repetía su madre: “cuando la gente estamos nerviosos, al igual que los animales, es porque percibimos que algo malo va a suceder.” De pronto un sonido estridente. El ruido del bar cesó de repente, y al cabo de tres segundos otra vez gritos, voces de alarma, gente corriendo de un lado a otro, madres tapando los oídos a sus pequeños… Sí, las alarmas de la ciudad estaban sonando. No sonaban desde 1936, cuando se anunció la guerra civil española. La gente estaba alarmada, no sabían que estaba pasando ni qué hacer.
Ángela se quitó el uniforme cutre y pidió silencio ya que era imposible hacer algo con el caos que había allí dentro. De pronto dos agentes de policía entraron ágilmente en el bar. – Cálmense señores, vamos a explicárselo todo. Se trata de un fuego que se ha detectado cerca de nuestra ciudad. El viento sopla tan fuerte que los bomberos no pueden controlarlo y cada vez está abrasando más hectáreas. Los helicópteros no pueden volar con éste viento. Aconsejamos a todos que abandonéis la ciudad antes de las 8, seguramente a ésa hora no quede ya nada aquí.- Ángela se quedó helada. Todos se quedaron helados.
Minutos más tardes las calles estaban a arrebozar. Gente entrando en los pisos, gente saliendo con maletas, coches aparcados en doble fila, padres de familia metiendo los equipajes al maletero, madres buscando a sus hijos entre la multitud, familias intentando organizarse… y Ángela, más sola que la una, sin poder preocuparse de nada porque nada es lo que tenía en aquella ciudad, se dio cuenta de que su vida era pobre y mísera, que ésa ambición por el dinero que la había alejado de los suyos no lo era todo, que teniendo gente a su lado que la quisiese ya era feliz. Ángela se dio cuenta de que echaba de menos a su familia.
Ángela, sin malgastar ni un minuto más, fue corriendo hacia su piso para coger sus pocos objetos que guardaba en el rupestre armario y marcharse con ellos en busca de la felicidad, al lado de su padre.
Cuando lo tuvo todo bien empaquetado, ya eran las 7 y media. – ¡Qué rápido pasa el tiempo cuando estas ocupado!-se lamentó. Rápido y sin descanso Ángela salió a la calle y empezó a bajar cuestas y callejones, acercándose a los autobuses que habían puesto para abandonar la ciudad. Por la plaza central, alguien obligó a Ángela a frenar. Era Huisquil, el famoso borracho sin techo. Lo llamaban así porque lo único que tenía para comer y para beber era wisky. Ángela lo miró con asco, luego se arrepintió. Él había sido el único hombre que le había tratado bien, el único al que había explicado sus penas y sus glorias en esa ciudad, su único amigo, el único que le había ayudado, y ahora era él el que necesitaba su ayuda. Huisquil solo quería que Ángela le hiciese compañía los últimos cinco minutos mientras el pobre hombre veía como la gente se iba de la ciudad, y él, como no tenía donde ir, se quedaba allí. A Ángela le pareció que tenia suficiente tiempo, por lo menos cinco minutos para pasarlos con aquel hombre que se sentía tan solo, así que se sentó a su lado y juntos observaron los alrededores, esa ciudad tan bonita que tantas oportunidades había dado a tanta gente, que a tantas parejas había enamorado, que a tantos… Las gotas de sudor chorreaban por su frente. Abrió los ojos y solo vio una enorme llama. Sacó el móvil del bolsillo, marcó un número y pronunció: “papá, voy a ver a mamá, no olvides que te quiero. Ya le diré que tú también la quieres.”
Ése fue el último mensaje que Ángela pudo mandar a su padre. Él nunca lo llegó a oír, pues el teléfono estaba apagado.
Ángela murió a los pocos instantes abrasada por el fuego, y la encontraron con una enorme expresión de sufrimiento.

Nota: Por favor, todos los que podáis no desaprovechéis nunca la oportunidad de decir y demostrar a los vuestros lo mucho que los queréis. Puede que llegue un día en el que sea demasiado tarde para hacerlo. Carpe diem quam minimum credula postero.

3 comentarios:

lydiiaa dijo...

me estoy dando cuenta de que soy muy trágica =S que querrá decir?

mariona dijo...

Me encanta!:)
Lipoo tienes razón todas tus redacciones son trágicas, yo creo que siempre escribes así porqué ¡te gusta ese tema!pero todo y que sea trágica está mu bien:)

un bezzziin(K.

Teresa dijo...

No es que le quiera quitar importancia a la cosa pero, lo cierto es que a vuestra edad todos somos trágicos. Ya se os pasará. Yo ahora ya soy cínica que es peor.
Volviendo a mis obligaciones, la redacción está bien redactada y aunque el final es previsible (¡esa tendencia a lo trágico!)me gusta el detalle de la protagonista que se sacrifica por el más desgraciado de su pueblo.
Aún así, hay errores de concordancia que debes intentar evitar:"llega un punto en que MUERE", "cuando la gente ESTÁ nerviosa"; la persona poco sociable es "asocial" y las calles muy llenas están a "rebosar"; y por descuidos saltas de una persona verbal a otra: "sin saber por qué ese día ESTABAN todos muy nerviosos" o "Aconsejamos a todos que ABANDONEN".
Y me tienes intrigada por saber de dónde has sacado el latinismo final.